El lugar donde Josh regresa al Prez Switcheroo Grindstone Ticket

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No se preocupen. Ya he expuesto con claridad mis argumentos anteriores respecto a por qué no considero apropiado dejar fuera a Joe Biden y Kamala Harris de la lista de candidatos presidenciales para las elecciones de 2024.

En esta ocasión, sin embargo, quisiera centrarme en algunas de las respuestas más interesantes que he recibido por parte de los lectores. Muchas de ellas plantean críticas constructivas que considero valiosas, ya que invitan a una reflexión más profunda sobre las dinámicas del poder presidencial y los procesos de nominación en Estados Unidos.

Entre esas respuestas, destacó particularmente el comentario de un lector al que, para efectos de esta discusión, llamaremos TPM Reader Y. Su planteamiento no solo fue claro, sino también provocador en el mejor sentido de la palabra.

TPM Reader Y no me acusa directamente de estar equivocado sobre el fondo del asunto. Más bien, señala que en mis argumentos parece haber una insinuación de que existen ciertas “fuerzas” o “leyes invisibles” que guían, de forma casi automática, la selección de candidatos presidenciales y vicepresidenciales.

En otras palabras, sugiere que presento estos procesos como si estuvieran determinados por reglas inmutables, cuando en realidad —según su visión— cada ciclo electoral es único y debería analizarse de acuerdo con sus propios contextos y dinámicas internas.

Es decir, que presento el sistema político como si estuviera guiado por principios inmutables que, en realidad, no existen formalmente.

La crítica de Y es válida, al menos en parte. Sostiene que cada presidencia es un caso único, con sus propias circunstancias, dinámicas internas, coaliciones y desafíos.

Según su punto de vista, no hay una fórmula universal que determine cómo deben actuar los partidos o los presidentes en relación con sus compañeros de fórmula.

Además, Y añade que muchas veces, al hablar de política presidencial, estamos trabajando con una muestra de datos históricamente muy limitada, lo cual complica la posibilidad de emitir afirmaciones concluyentes o establecer patrones claros.

Esa observación me parece sumamente interesante, porque revela algo fundamental sobre el análisis político: muchas veces, lo que tomamos como “normas” o “costumbres históricas” son, en realidad, tendencias basadas en una serie muy reducida de eventos.

La política presidencial de Estados Unidos, a pesar de tener más de dos siglos de historia, ha tenido relativamente pocas transiciones de poder en comparación con otras democracias. Por eso, extrapolar reglas generales puede ser engañoso.

Dicho esto, me gustaría hacer una aclaración. Cuando hablo de “fuerzas” o “estructuras”, no me refiero a leyes absolutas ni a reglas escritas.

Más bien, me refiero a dinámicas institucionales, presiones electorales, incentivos políticos y equilibrios de poder que, en conjunto, tienden a empujar los procesos en determinadas direcciones.

Por supuesto, siempre hay excepciones. Pero si no entendemos estas fuerzas, corremos el riesgo de interpretar la política como una serie de decisiones arbitrarias, cuando en realidad están profundamente condicionadas.

Pensemos en una analogía: el agua fluye cuesta abajo. Puede parecer una afirmación obvia, pero también sabemos que, en ciertas condiciones, puede fluir hacia arriba, como ocurre en sistemas hidráulicos presurizados.

Sin embargo, para que eso ocurra, se requiere una intervención externa, un mecanismo, una energía adicional.

Del mismo modo, en política, para que se produzcan ciertos cambios inusuales —como reemplazar a un vicepresidente en funciones— se necesitan factores muy poderosos y poco comunes.

Sí, lo admito, me estoy desviando un poco del análisis convencional. Y probablemente algunos piensen que exagero o que estoy aplicando una visión demasiado estructural.

Pero si queremos tener un debate serio sobre estas elecciones y sus posibles desenlaces, no podemos limitarnos a discutir deseos personales, rumores o conjeturas infundadas.

Debemos entender los fundamentos que hacen que algunas opciones sean mucho más probables que otras.

Ahora bien, algunos lectores han señalado con razón que existe al menos un caso reciente en el que un presidente sustituyó a su vicepresidente: Gerald Ford reemplazó a Nelson Rockefeller por Bob Dole en la elección de 1976. Es cierto, ese ejemplo existe.

Pero, en mi opinión, más que invalidar mi argumento, lo refuerza. Ese caso fue tan excepcional, que resulta difícil usarlo como precedente.

Recordemos el contexto: Ford no había sido elegido como presidente, ni siquiera como vicepresidente. Fue designado como tal luego de la renuncia de Spiro Agnew y, posteriormente, asumió la presidencia tras la renuncia de Richard Nixon durante el escándalo de Watergate.

Su gobierno, por tanto, tenía una legitimidad frágil. Rockefeller, por su parte, era percibido como demasiado liberal para una base republicana que se estaba derechizando.

En ese escenario, prescindir de él fue una decisión estratégica para sobrevivir políticamente dentro del partido. No fue una movida común, sino una respuesta a una coyuntura extremadamente anómala.

Lo que quiero subrayar aquí es que los presidentes y vicepresidentes normalmente no son removidos de la fórmula electoral por una razón muy concreta: fueron elegidos juntos en primer lugar porque representan una combinación de factores políticos cuidadosamente seleccionados.

Kamala Harris fue escogida por Joe Biden no al azar, sino por múltiples razones estratégicas. Primero, por la comodidad personal que Biden siente al trabajar con ella.

Segundo, porque Harris aportaba diversidad, energía, experiencia legislativa y representaba a una parte crucial de la coalición demócrata: mujeres, personas afroamericanas, votantes progresistas, y especialmente jóvenes.

Además, Biden —como hombre blanco mayor— necesitaba una figura que equilibrara su imagen dentro de un partido cada vez más diverso. Harris ofrecía exactamente ese contrapeso.

Y más allá de eso, su victoria junto a Biden en 2020 validó la elección: fue parte de una fórmula ganadora. Reemplazarla ahora enviaría un mensaje de ruptura y debilidad, especialmente si no hay razones objetivas y claras para hacerlo.

Otra razón por la que los vicepresidentes no suelen ser reemplazados tiene que ver con el poder institucional. Una vez que un equipo es elegido, se crean redes de influencia, compromisos, alianzas políticas y acuerdos que refuerzan la continuidad.

Cambiar a un vicepresidente significaría romper con ese entramado, lo cual es muy costoso y políticamente riesgoso.

Si volvemos al caso de Ford y Rockefeller, vemos que allí no existía esa red de legitimidad electoral. Ambos habían sido designados, no elegidos.

Sus posiciones eran más frágiles, y por eso podían ser negociadas. En cambio, Biden y Harris fueron elegidos por una mayoría del pueblo estadounidense. Su legitimidad es electoral y política.

En definitiva, entiendo que haya frustración o inquietud con el desempeño de ciertos líderes. Es válido criticar, cuestionar y pedir rendición de cuentas.

Pero pretender reemplazar a un vicepresidente en funciones sin una razón extraordinaria va en contra de toda la lógica histórica, electoral e institucional que hemos observado durante las últimas décadas.

Más que una señal de fortaleza, sería una señal de desorganización y caos dentro del propio partido.

Por eso insisto: no es solo una cuestión de voluntad o deseo. Es un sistema complejo que opera con sus propias reglas no escritas, impulsado por dinámicas profundas.

Y aunque siempre hay lugar para lo inesperado, la historia reciente nos enseña que, en política, las excepciones no son la norma. Simplemente confirman la regla.