TPM Reader Cb responde al debate actual sobre la aplicación de la Cláusula de Insurrección de la Decimocuarta Enmienda, señalando con razón que la mera referencia a regulaciones pasadas o precedentes en contextos de insurrección no es suficiente para resolver la cuestión de fondo: cómo debe interpretarse, hoy, la cláusula de inhabilitación en relación con eventos contemporáneos como los del 6 de enero de 2021. Y aunque en principio comparto ese enfoque crítico, no coincido completamente. Me identifico con la tradición constitucional estadounidense en la que cada rama del gobierno —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— tiene no solo el derecho, sino también la obligación de interpretar el significado y la aplicación de la Constitución.
Ciertamente, los tribunales suelen tener la última palabra. Pero eso no implica que su palabra sea la única ni que otras ramas del Estado no tengan autoridad para ofrecer interpretaciones funcionales de la ley, sobre todo cuando están actuando en sus respectivas competencias. La estructura del gobierno estadounidense está precisamente diseñada para funcionar en tensión y equilibrio entre poderes. Por lo tanto, es perfectamente válido —e incluso necesario— que el Congreso, el Ejecutivo y los funcionarios estatales consideren su propio juicio constitucional al aplicar o interpretar cláusulas como la Sección 3 de la Decimocuarta Enmienda.
Como lector, observador informado y participante en litigios estratégicos por más de una década, particularmente en casos de interés público, me siento en la posición de poder aportar un análisis más amplio sobre este tema. No solo desde la perspectiva legal, sino también desde la responsabilidad institucional.
Me llamó especialmente la atención una declaración de otro lector que afirmó: “La pregunta es obvia para mí: ¿Tendría el presidente la autoridad bajo la Ley de Revuelta de 1807 para federalizar las tropas en este estado?” A primera vista, la pregunta parece razonable. Pero al examinarla detenidamente, revela una concepción limitada y algo errónea de cómo funcionan los poderes discrecionales del Ejecutivo.
La decisión de federalizar o no las tropas de la Guardia Nacional bajo la Ley de Insurrección (o Ley de Revuelta de 1807) no es una cuestión que deba resolverse mediante estándares judiciales estrictos. Es, fundamentalmente, un juicio político del presidente. La ley otorga al presidente amplias facultades para decidir si las condiciones justifican esa intervención. Y esa decisión rara vez —si es que alguna vez— es revisable por los tribunales. Incluso si existiera una vía para revisar esa decisión, el Poder Judicial históricamente ha mostrado gran deferencia hacia el Ejecutivo en este tipo de cuestiones.
Un precedente relevante es Martin v. Mott, una decisión de 1827 en la que la Corte Suprema sostuvo que el presidente tiene autoridad exclusiva para determinar si existe una insurrección que justifique el despliegue de la milicia. Este precedente establece que el juicio del presidente en este tipo de circunstancias no solo es válido, sino que también está protegido frente a cuestionamientos judiciales, precisamente porque forma parte del núcleo de sus competencias constitucionales.
En este contexto, tratar de enmarcar la discusión de la Decimocuarta Enmienda —y, específicamente, su cláusula de inhabilitación— en términos de si una conducta puede ser intervenida bajo la Ley de Insurrección es establecer un estándar muy bajo. Sería como reducir una cuestión de profunda implicancia democrática a una fórmula procedimental. Y eso no hace justicia a la magnitud del problema que enfrentamos.
Lo que se requiere es un estándar elevado. La Corte Suprema, si en algún momento se ve obligada a pronunciarse sobre este asunto, debería considerar establecer un marco interpretativo robusto para la Sección 3 que permita equilibrar adecuadamente dos intereses fundamentales: por un lado, la protección de la democracia frente a actores que amenazan su estabilidad; y por otro, el respeto a la participación política y a la libertad de expresión, pilares esenciales del sistema constitucional.
Esto significa que incluso conductas que puedan parecer repulsivas o políticamente peligrosas —como los discursos inflamatorios de Trump, sus ataques al proceso electoral, o su apoyo tácito a la insurrección del 6 de enero— no deberían automáticamente ser consideradas causa suficiente de inhabilitación. El estándar debe ser alto para evitar que se utilice la cláusula como arma partidista, lo cual socavaría su legitimidad y generaría peligrosos precedentes.
Dicho esto, también es cierto que los hechos en cuestión —la conducta de Donald Trump antes, durante y después del asalto al Capitolio— son de tal gravedad que probablemente cumplirían cualquier estándar razonable de inhabilitación. Estamos hablando de un presidente que incitó a una multitud a interrumpir el proceso constitucional de certificación electoral, que se negó a intervenir cuando la violencia estalló, y que luego ha seguido promoviendo teorías falsas sobre el resultado de las elecciones.
En otras palabras, si la cláusula de insurrección no puede aplicarse en un caso como este, ¿entonces cuándo podría aplicarse?
Aquí es donde una interpretación rigurosa de la Sección 3 cobra vital importancia. Una solución razonable —que quizás sea la más viable desde el punto de vista técnico y legal— sería utilizar como estándar base una condena penal formal bajo el estatuto federal 18 U.S.C. § 2383, que define el delito de rebelión o insurrección. Esta norma exige que alguien incite, asista o participe activamente en un acto de rebelión contra la autoridad de Estados Unidos.
El argumento a favor de usar este estatuto como estándar mínimo es doble: por un lado, ofrece garantías procesales, ya que requiere una condena formal tras un juicio justo. Y por otro, establece un umbral lo suficientemente alto como para evitar abusos, pero lo suficientemente claro como para identificar con precisión casos extremos como el de Trump.
El problema, claro está, es el tiempo. Los procesos penales son largos, complejos y políticamente cargados. Y aunque el Departamento de Justicia está investigando los hechos del 6 de enero, no hay garantía de que una condena por insurrección llegue antes de las elecciones de 2024.
Esto coloca a la sociedad estadounidense ante un dilema. Por un lado, está la necesidad urgente de proteger la integridad del sistema democrático. Por otro, la cautela necesaria para aplicar una cláusula constitucional tan extrema como la inhabilitación de un expresidente y actual candidato.
En última instancia, mi conclusión es clara: la cláusula de insurrección debe aplicarse con cautela, pero no debe dejar de aplicarse cuando las circunstancias lo exijan. No hacerlo sería aceptar que la democracia puede ser atacada desde dentro sin consecuencias. Y eso, en sí mismo, sería un precedente peligroso.